Llegué para irme...

Volví a llegar, después de dos días.
Apenas si el tibio sol acaricio mi rostro, en ese regreso.
No recuerdo el motivo, pero hacía dos noches que no sabía de la claridad del día.
Mientras el ascensor emprendía su ascenso, registre por primera vez mi fátiga.
Dudé, pero decidí observarme en el espejo del cubículo que me transportaba.
La camisa fuera del pantalón, la corbata decididamente corrida a la izquierda del cuello, y el saco, con un lamparón blanco en la solapa.

Mar Azul

Suena el despertador.
Son las 4 y 15 de la mañana.
Hace poco más de tres meses que comencé esta triste y penosa rutina.
Está fresco en Buenos Aires. Pero sé que al medio día al salir el sol tendré calor.
Decido pasar algo de frío al amanecer y no cargar con un abrigo el resto del día.
Poca gente en la ciudad. Los trabajadores de siempre esperando el transporte que los deposite en sus jaulas. Los borrachos de siempre, que prefieren la noche para intentar ocultar su desesperación.
No mucha más...
Me tomo un café y unos treinta minutos en la estación de subte Federico Lacroze para marcar los clasificados, y esperar que el transporte comience su traqueteo de ida y vuelta entre el Luna Park y el cementerio.
Pido la cuenta a la mujer que pasa un trapo de piso en este bar al paso instalado en una especie de isla, frente al cementerio de la Chacacarita. Todo huele a muerte por aquí.   Debe ser el trapo de piso.

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